El primer juego de la saga DOOM ha envejecido sorprendentemente bien. De hecho, los 32 años que han pasado desde su lanzamiento apenas se sienten al volver a jugarlo hoy. Con los títulos clásicos suele ocurrir una de dos cosas:
Que las mecánicas y los gráficos envejezcan de la peor manera, dejando una jugabilidad rígida y unas visuales que resultan torpes.
O que, aunque las mecánicas ya no se perciban frescas, la experiencia jugable mantenga su comodidad, y los gráficos —al no haber intentado imitar la realidad con exactitud en su momento, sino recrearla con un estilo propio sobre el lienzo informático— conserven su atmósfera e inmersión.
Lo curioso es que DOOM no encaja del todo en ninguna de estas dos categorías. Si alguien jugara hoy sin conocer su historia —cosa difícil, casi imposible— probablemente asumiría que se trata de un indie reciente, pero muy bien hecho. Su jugabilidad, aunque no pueda llamarse fresca en la actualidad (después de todo, este título es el “padre” de los first-person shooters), se siente increíblemente sólida, como si explotara al máximo sus propias limitaciones.
Más que limitaciones, lo que tiene DOOM son rasgos estilísticos. Un buen ejemplo es su enfoque “horizontal”: no existe la posibilidad de apuntar verticalmente, solo lateralmente. Y, sin embargo, lejos de sentirse pobre, este diseño refuerza el ritmo y la claridad de la acción, convirtiendo una aparente restricción en parte esencial de su identidad.
Podría explayarme mucho más. Por ejemplo, el disparo asistido: al no existir una manera de tener la certeza absoluta de hacia dónde irán las balas, se genera una dinámica peculiar que no vuelve el juego ni más fácil ni más difícil, sino simplemente distinto, único. Otro caso es la selección de armas: tener que recurrir a los números para asegurarse de usar la que realmente quieres, en lugar de resultar incómodo o frustrante, se convierte en una habilidad que el juego te exige dominar, casi como una mecanografía aplicada al combate. Ese detalle aporta tensión positiva y mantiene el pulso de la acción.
Desde la parte gráfica, el juego no busca calcar una realidad futurista, sino crear su propio estilo sobre el lienzo informático. Esto se aprecia sobre todo en el diseño de los enemigos: si hoy intentáramos actualizarlos con total fidelidad a sus modelos originales, probablemente se verían extraños o incluso feos. Sin embargo, en su estilo pixelado resultan casi perfectos.
Los píxeles no se sienten como una limitación, sino como la manera en que el Doom Slayer percibe su mundo. En ningún momento el juego se vuelve cansado para la vista ni confuso; no recuerdo ningún momento en el cual me encontré incapaz de distinguir un enemigo del escenario. Esto se debe a que los mapas están diseñados con tal cuidado que siempre mantienen la distancia justa para que los demonios sean reconocibles.
DOOM no solo convive con sus limitaciones técnicas: las transforma en virtudes, las potencia y, a partir de ellas, construye un universo jugable y gráfico.
Sin embargo su secuela no se siente así. Cabe aclarar que no jugué la secuela de manera íntegra como lo hice con el primer juego, sino con el mod Project Brutality. Y antes de que invaliden mi crítica al segundo juego déjenme aclarar el porqué hice esto.
Cuando intenté jugar la secuela de manera original, pues tuve un gran problema con la repetitividad del título. Luego de estar varios pares de horas matando demonios en el primer juego y hacerlo de la misma forma y casi con ningún cambio —exceptuando por la escopeta de doble cañón que te da un feedback como muy pocos juegos— se siente aburrido y cansado. Así que, al ver este problema, decidí buscar mods que respeten la esencia original y solo la mejoren y actualicen. Sin embargo, lo que hace único al DOOM original se perdió, y no por el mod, sino por cómo está hecho DOOM II.
El mod agrega un sistema de movimiento mejorado que se siente fluido y versátil, al igual que el sistema de combate, que ofrece una gran variedad de armas y formas de acabar con los enemigos. Destacan los “fatalities”, que no solo aportan espectacularidad, sino que además otorgan invulnerabilidad momentánea, permitiendo eliminar adversarios sin gastar más munición.
El arsenal que ofrece Project Brutality (PB) es magnífico: siempre tienes un arma adecuada para cada situación. Si los enemigos son pocos y están cerca, si son escasos pero se encuentran a distancia, si aparecen en gran número desde posiciones elevadas o si enfrentas hordas poderosas de frente, el juego te da las herramientas precisas para responder a cada reto.
El diseño de los enemigos, además, respeta la esencia del estilo original al tiempo que introduce nuevas criaturas con sutileza, logrando que el desafío se sienta equilibrado y variado. Un detalle curioso de PB es la incorporación del salto: los mapas de DOOM II no fueron concebidos para esta mecánica, por lo que en algunos casos es posible saltarse secciones y facilitar la partida. Sin embargo, la amplia gama de ataques y patrones de los enemigos compensa esta libertad, manteniendo el equilibrio general de la experiencia.
Sin embargo, el apartado gráfico peca al intentar imitar la realidad: busca recrear ciudades o paisajes terrestres que, debido a sus propias limitaciones técnicas, terminan resultando extraños, confusos e inverosímiles. En el DOOM original siempre quedaba claro cuándo estabas en Marte, en una instalación futurista o en el mismísimo infierno; esa claridad espacial reforzaba la atmósfera y la inmersión.
En cambio, aquí esa distinción se diluye. Los escenarios no terminan de transmitir un sentido de lugar coherente, lo que provoca que el jugador se sienta desorientado y, en consecuencia, pierda parte de la atmósfera que definía la experiencia. Ya no eres el Doom Slayer atravesando hordas demoníacas: eres simplemente alguien que controla al Doom Slayer. ¿Se entiende?.
Podemos comprender mejor esta diferencia si la comparamos con lo que ocurrió en la pintura. Tomemos el caso del cubismo, y en particular el Guernica de Pablo Picasso. Esta pintura no busca reproducir la guerra de manera realista: no hay soldados, ni sangre, ni armas representadas claramente. En cambio, Picasso traduce el horror del bombardeo sobre la ciudad vasca en formas geométricas, distorsiones y símbolos. Los cuerpos fragmentados, los rostros desgarrados y las figuras deformadas transmiten una sensación de caos y sufrimiento mucho más intensa que una representación realista. Aquella pintura no necesita mostrar la guerra tal como se ve; lo que hace es mostrarla tal como se siente. Por eso se ha convertido en un ícono universal contra la violencia y la barbarie.
Contrastemos esto con una pintura realista que trate de representar un conflicto actual —por ejemplo, Gaza—. Una pintura que se limite a reproducir la crudeza de la destrucción, con edificios bombardeados y cuerpos cercenados, puede efectivamente transmitir brutalidad y dolor. Pero en muchos casos no logra diferenciarse de una simple fotografía periodística: registra el hecho, lo documenta, pero no necesariamente lo eleva a una experiencia estética singular. Lo realista puede impresionar, pero rara vez deja huella, porque lo que muestra ya lo conocemos con nuestros propios ojos o a través de los medios. Y aquí surge algo curioso: decimos “medios” como si fueran ventanas a la realidad, cuando en verdad, para quienes vivimos lejos de Medio Oriente, son la única vía de acceso a esa realidad. Pero, ¿acaso conocemos realmente el conflicto? ¿O solo recibimos una versión parcial, construida dentro de la llamada “sociedad del espectáculo”?
En este punto podemos recordar a Jean Baudrillard, quien afirmaba provocadoramente: “La Guerra del Golfo no ha tenido lugar”. No quería decir que no existiera en los hechos, sino que lo que llegaba a Occidente estaba tan filtrado, mediado y reducido a imágenes televisivas que lo que vivíamos era un simulacro, no la guerra real. Siguiendo esa lógica, podríamos afirmar: “La verdadera versión de DOOM no ha tenido lugar”. Lo que experimentamos no es un reflejo literal de Marte o del Infierno, sino un mundo simbólico, filtrado por su propio estilo gráfico y jugable, que se convierte en la única versión posible de esa experiencia.
(Regresando al tema) La diferencia esencial es que una obra como el Guernica crea un lenguaje propio: no copia la realidad, sino que la interpreta, la traduce a símbolos que amplifican su impacto emocional e intelectual. En cambio, el realismo mimético corre el riesgo de quedarse en una mera ilustración, sin aportar una mirada distinta sobre aquello que representa.
Llevando esta analogía al videojuego: el DOOM original se parece más al Guernica. Sus limitaciones técnicas lo obligaban a inventar un estilo visual único, donde los píxeles no eran un obstáculo, sino el filtro a través del cual el jugador percibía el mundo. Esa estética no buscaba reproducir Marte o el infierno tal como “deberían verse” en la realidad, sino como una experiencia estética propia del medio. En cambio, cuando DOOM II —o sus derivados— intentan imitar ciudades, paisajes terrestres o realismo gráfico sin tener la capacidad de hacerlo de manera convincente, caen en el mismo problema que la pintura realista literal: mapas confusos, escenarios que no transmiten atmósfera y una experiencia que pierde fuerza, porque ya no es única.
Este es mi problema sobre DOOM II desde el apartado gráfico. Ahora desde el apartado jugable...
Aunque Project Brutality ofrece un arsenal impresionante y nuevas mecánicas que enriquecen la experiencia de DOOM II, el verdadero problema radica en el propio diseño del juego base. En cierto punto —no recuerdo si fue en el mapa 10 o 15— me encontré con una cantidad excesiva de enemigos. Y no hablo de un reto desafiante en el buen sentido, sino de una saturación que no se sentía natural.
El primer DOOM jamás caía en este error. Allí, la cantidad de enemigos era la justa: ni tantos como para volver la experiencia pesada, ni tan pocos como para hacerla trivial. Lo importante no era el número, sino la colocación estratégica. Cada enemigo estaba puesto con un propósito, obligando al jugador a pensar, reaccionar rápido y moverse con precisión. Basta recordar la batalla final del primer nivel: no hay demasiados lugares donde esconderse y el jugador se ve obligado a moverse constantemente, esquivando los ataques de dos jefes finales a la vez. El resultado es un frenetismo equilibrado, un ritmo perfectamente diseñado.
En DOOM II, en cambio, ese equilibrio se rompe. En un inicio pensé que era culpa del mod, hasta que revisé un gameplay del juego original y comprobé que así es por defecto: el juego abruma al jugador a base de cantidad, no de calidad de los encuentros.
Y no es que me queje porque la experiencia sea más difícil. El problema es que esa dificultad es artificial y repetitiva. Project Brutality intenta compensar esto agregando más variedad de armas y enemigos, pero el defecto de origen sigue ahí. En el primer DOOM, cada enemigo era un problema que exigía un “algoritmo” propio para ser resuelto: uno debía calcular, fluir, improvisar una solución según la situación. ¿Te quedabas sin munición en la escopeta? Pues hacías otra estrategia con la ametralladora en menos de 3 segundos mientras te atacaban 5 pinkis. En DOOM II, en cambio, los enemigos dejan de sentirse como problemas interesantes y se convierten en obstáculos masivos y torpes, que sofocan en lugar de estimular.
DOOM II peca de querer explotar demasiado la fórmula original, hasta el punto de volverla, en ocasiones, casi infumable. Debo admitir que en varios tramos llegué a sentirme harto: la dificultad artificial, basada en la saturación de enemigos, se combina con la extensión innecesaria de los niveles, y el resultado es más cansancio que disfrute. A esto se suman las trampas desmesuradas: en el primer DOOM, la mayoría se sentían como consecuencia del descuido del jugador, e incluso uno podía culparse por no haber estado lo suficientemente atento. En el segundo, en cambio, muchas de estas trampas se sienten impuestas sin justificación, como si el juego quisiera castigar al jugador porque sí.
Esa sensación de hartazgo genera un problema curioso, casi paradójico: cuando el exceso abruma, el jugador puede optar por pausar la partida o quedarse quieto en una zona segura para recuperar la calma. Y ahí surge el verdadero peligro: al detenerse y pensar demasiado, el juego se desnuda.
El primer DOOM era como un scroll infinito de TikTok: te daba el tiempo justo para divertirte, sentir adrenalina y, antes de que pudieras reflexionar demasiado, ya tenías a un par de Barones del Infierno persiguiéndote. El flujo era tan inmediato que nunca te aburrías. En cambio, DOOM II, al volverse más pesado y repetitivo, abre la puerta a la reflexión… pero no a la buena. El jugador empieza a preguntarse: ¿soy una máquina para matar demonios o simplemente una máquina para matar?
Tal vez esta experiencia y la reflexión que voy a dar a partir de esta pregunta suene jalada de los pelos y solo le ocurra a personas que tienen el suficiente tiempo libre como para desnudar un juego de los 90, y quizás la mayoría de jugadores nunca llegue a este punto. Pero hacerte este tipo de preguntas evidencia las falencias de DOOM y DOOM II, ya que al ser un juego arcade, no se preocupa mucho por el contexto o historia y esto le baja puntos (al DOOM II, no al primero, ya que en el primero nunca me pasó).
A primera vista el Doom Slayer parece un matador de demonios: un héroe que limpia el infierno a base de plomo y rabia. Pero conforme avanza la partida, la frontera entre personaje y jugador se difumina, y lo que al inicio era una cruzada justa empieza a adquirir otro matiz. El Slayer, y con él el jugador, comienza a sistematizar la matanza, a perfeccionar sus métodos, a convertir el exterminio en un mecanismo cada vez más eficiente.
Desde el aspecto práctico, reducimos hordas demoníacas a escombros con un arsenal descomunal. Pero desde el aspecto intelectual, lo inquietante es cómo el jugador se ve tentado a optimizar la barbarie: buscamos nuevas formas de matar más rápido, con menos munición, con mayor control. La violencia deja de ser un medio y se vuelve un fin en sí misma. Claro, esto no se ve en el primer juego porque allí el trabajo intelectual del jugador solo consistía en resolver los problemas a través de la eliminación de estos. Sin embargo, el segundo, por su dificultad artificial, te obliga a generar una estrategia que a través de un círculo vicioso te exige optimizar más y más la masacre.
En ese punto, hacia la mitad del segundo juego, la pregunta se impone casi sola: ¿qué nos diferencia realmente de los demonios que combatimos, más allá de la forma física? La frontera moral se erosiona; ya no somos un guerrero contra el mal, sino una máquina de matar que avanza por inercia. Y aquí resuena la advertencia de un viejo filósofo bigotón: “Quien lucha contra monstruos debe tener cuidado de no convertirse en uno”.
Como dije hace un momento, sé que hacer el análisis desde esta visión puede sonar extraño y hasta pretencioso, pero ¿acaso así no se analizan las obras de arte como el cine? Como jugador de videojuegos he sentido un sinfín de emociones que me hacen decir que los videojuegos son arte. Sin embargo, si se limita su análisis, ¿cómo podemos superar la manera superficial en que algunas personas ven los videojuegos?
Regresando a lo de hace un rato... al querer acabar con los demonios por una causa justa —defender la Tierra— acabamos sistematizando la barbarie como un psicópata. Claro, uno podría objetar: “es por defensa de la humanidad, ellos se lo merecen”. Solo hay que retroceder las páginas de los libros de historia para saber quiénes más han dicho eso. Hay que recordar que las invasiones no son propias o únicas de demonios. Las invasiones han sido bastante comunes en las sociedades, o mejor dicho, en el choque de dos sociedades que, al ver imposible o no viable su cooperación, lo más “sensato” es dominarla. Lo que en DOOM II parece una lucha clara entre el bien y el mal, en la historia humana suele estar teñido de grises: la violencia se presenta como necesaria, justa, incluso inevitable, hasta el punto de convertir la destrucción en rutina, en un método.
También como diría Nietzsche: “Si miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. Y en DOOM II ese abismo no solo te devuelve la mirada: lo hace con la violencia más descarnada posible, casi hasta sofocarte. A veces parece que el juego es consciente de esto; llega un punto donde los finales de nivel ya no son botones ni puertas, sino caídas al vacío… caídas al abismo. Cabe recalcar que estas reflexiones pasan totalmente desapercibidas en la primera entrega.
Por eso mi recomendación es clara: la primera entrega es imprescindible. Allí se encuentra un ritmo perfecto, un diseño de niveles magistral. La segunda, en cambio, es más irregular: sus excesos y trampas desmesuradas pueden resultar agobiantes, pero al mismo tiempo, justamente por esos defectos, abre un espacio inesperado para pensar. DOOM II puede no ser tan disfrutable, pero ofrece un costado reflexivo: al hacernos sentir el peso de la repetición y el sinsentido de la masacre, nos obliga a cuestionar qué papel jugamos dentro de esa carnicería digital.
SPOILER: Al final del juego matamos al Icono del Pecado, que parece el diablo en persona. ¿Hemos salvado a la humanidad? Sí, vamos a reconstruirla —en palabras del propio juego—, pero ahora nosotros somos unos demonios, ahora nosotros somos el icono demoníaco. Esta idea se refuerza en DOOM (2016), donde comienza el juego estando encerrados por el peligro que generamos.
Si las mecánicas anticuadas llegan a cansar al jugar la segunda entrega, recomiendo el mod Project Brutality, con el cual yo mismo pude terminar el juego. El mod refresca la experiencia, equilibra parte de la dificultad artificial e introduce variedad sin perder la esencia.
Viciar DOOM hoy no es solo un ejercicio de nostalgia. Es también un modo de pensar el videojuego como experiencia artística: un medio capaz de hacernos sentir, pero también de ponernos frente al abismo de la violencia, de la repetición y de la barbarie. En DOOM I se juega; en DOOM II se analiza la masacre. Y esa diferencia, aunque pueda parecer algo baladí, es lo que le da valor como experiencia artística.